Autor. Adaptación del cuento popular
Hace mucho tiempo vivió en Persia un muchacho llamado Aladino.
Un día se le acercó un desconocido.
–¿Eres el hijo de Mustafá? –le preguntó.
–Sí, Mustafá era mi padre, pero hace mucho tiempo murió.
–Soy tu tío. Te he reconocido porque eres idéntico a mi hermano.
Te pareces mucho a tu padre.
El hombre explicó que había pasado mucho tiempo en el extranjero
y que se iba a ocupar de los dos, de él y de su madre.
–Mira, voy a mostrarte algo maravilloso –dijo el hombre.
Aladino y su tío se fueron a las montañas. El desconocido, de repente, dijo
unas palabras mágicas. La tierra tembló y ante ellos se levantó una gran losa
de piedra del suelo y apareció una cueva.
–Pero… ¡tú no eres mi tío! –exclamó Aladino–. ¡Eres un mago!
–Sí, pero… escucha atentamente. Ahí abajo hay numerosas riquezas.
No las toques, porque si no morirás; sólo coge la lámpara.
Antes de bajar toma este anillo, que te ayudará a volver hasta mí si te pierdes
ahí abajo. ¡Ahora, en marcha!
Así lo hizo Aladino. Cuando el mago le vio subir por la escalera le dijo
impacientemente:
–¡Vamos, muchacho! ¡Dame esa lámpara!
A Aladino la impaciencia del mago le pareció sospechosa.
–Aún no –le dijo Aladino–; cuando haya salido de aquí.
El mago se puso furioso y como castigo cerró la cueva, dejando dentro al
muchacho.
Aladino estaba aterrorizado pensando que no iba a poder salir de allí; sin
embargo, buscando comida en la oscuridad, frotó sin darse cuenta la lámpara
y surgió inmediatamente un enorme genio que le dijo:
–¿Qué es lo que deseas? Soy tu esclavo y haré lo que me pidas.
–¡Sácame de aquí cuanto antes!
La tierra se abrió y Aladino se encontró fuera de la cueva al instante.
A partir de ese momento, el joven y su madre no volvieron a pasar
necesidad.
Mientras, el sultán de aquel país buscaba un marido para su hija Luna.
Aladino, que estaba enamorado de Luna desde siempre, pidió al mago que
construyera un palacio enorme, lleno de riquezas. Seguido por un ejército
de esclavos se fue a ver al sultán. Éste le ofreció la mano de su hija y la
boda se celebró en pocos días.
El mago, desgraciadamente, se enteró de todo y comentó:
–¡Ah, miserable! ¡De modo que descubriste el secreto de la lámpara!
Pues ya puedes irte preparando. ¡Tengo un plan!
Un día, aprovechando que Aladino había salido de caza, el mago se
presentó en el palacio con un cargamento de lámparas nuevas:
–¡Cambio viejas lámparas por lámparas nuevas!
Una doncella del palacio, que no conocía los poderes de la lámpara, la
cambió pensando que a su amo le iba a encantar la idea. Así, la lámpara
llegó a las manos del mago.
–Te ordeno llevar este palacio y todo lo que contiene, incluyendo a la
princesa, muy lejos de aquí.
Cuando Aladino volvió, el palacio había desaparecido. Desesperado,
comenzó a vagar por la ciudad. No sabía qué hacer ni dónde buscar. Ya de
noche llegó a la orilla de un río, deseando casi que la corriente lo
arrastrase, cuando se dio cuenta de que tenía el anillo que le dejó el mago
y, de repente, recordó lo que le había dicho: «Este anillo te ayudará a
volver hasta mí».
Frotó el anillo y apareció un genio.
–Quiero que me devuelvas mi palacio –exclamó Aladino.
–Eso no está en mi poder –dijo el genio–. Pero te puedo guiar hasta el
mago si lo deseas.
Y, al momento, se encontró en el palacio. Allí estaban el mago
durmiendo y la princesa en su cuarto.
–¿Sabes dónde está la lámpara? –le preguntó Aladino.
–¡Esa lámpara que dices debe de ser una que lleva siempre el mago
metida entre sus ropas! –exclamó la princesa.
Aladino volvió a la habitación del mago y registró entre sus ropas hasta
encontrar la lámpara. Cuando la tuvo en sus manos la frotó y dijo:
–¡Genio, devuelve este palacio al lugar donde se encontraba y, de
camino, deja al mago en alguna isla desierta!
Una vez más el genio obedeció y, desde ese día, Aladino y la princesa
vivieron felices y en paz.